Cuando somos pequeños, las decisiones son tomadas por los grandes. Papá y mamá deciden con qué ropa vestirte, con qué alimentarte, quiénes serán tus amigos, a qué colegio irás y en fin… decisiones tomadas por ellos para ti.
Cuando crecemos poco a poco nos vamos desvinculando, llega el momento de elegir con qué ropa vestir, qué tipo de comida comer, qué lugares frecuentar y quiénes serán nuestros amigos. La mayoría de nosotros pasamos por ese proceso, tomar decisiones básicas para “supuestamente” empezar a tomar el control de nuestra vida.
Cuando estamos en el rol de hijos, es uno de los mejores momentos que sentimos vivir. Cuando estamos en el rol de padres no lo sentimos así, pues aquella vida de la cual nosotros éramos cien por ciento responsables, empieza a independizarse con pequeños actos repetidos de emancipación.
Cuando esos actos de emancipación se limitan a elegir la comida, la vestimenta, el lugar de distracción o el entorno íntimo para relacionarse, aparentemente no representa mayor problema siempre y cuando no se salgan de los límites establecidos dentro de las buenas costumbres y sana convivencia.
Cuando esos límites son sobrepasados, en lenguaje simple quiere decir que se está empezando a perder el control de la propia vida, que al principio parece ser algo inofensivo y propio de la edad; no obstante, esos pequeños actos repetidos de emancipación demostrados anteriormente, luego de algún tiempo empiezan a institucionalizarse como hábitos de vida.
Cuando esos hábitos de vida controlan la propia vida, se pierde el control de ella. Y hay muchas maneras de hacerlo, desde ya piensa —tú lector—. ¿Alguna vez sentiste que la gente te utiliza?, ¿te es difícil decir no? ¿Estás desilusionado con Dios por falta de respuesta a tus oraciones? (si es que confías en Él), ¿te cuesta llegar a tiempo a los compromisos asumidos o te cuesta cumplir con ellos?
Cuando todo eso y más suceden ya somos adultos y muchos adultos —bien adultos— no aprendieron a poner límites de ningún tipo en su vida. Establecer límites claros es esencial para obtener un estilo de vida sano y balanceado. Un límite es una línea de propiedad personal que marca las cosas de las que somos responsables. En otras palabras, es lo que define quiénes somos o quiénes no somos y por consiguiente afecta diferentes aspectos de nuestra vida. Por ejemplo, los límites físicos nos ayudan a determinar quién nos puede tocar y bajo qué circunstancia; los límites mentales nos dan la libertad de tener ideas y opiniones propias; los límites emocionales nos ayudan a tratar con nuestras propias emociones y a librarnos de las emociones dañinas y manipuladoras de otros, y los límites espirituales nos ayudan a distinguir entre la voluntad de Dios y la nuestra, por consiguiente, nos dan temor a Dios (no DE Dios, sino A Dios).
Cuando nos encontramos ante preguntas difíciles en nuestras relaciones, generalmente las respuestas están en poner los límites en ellas: límites sanos a nuestros padres, nuestros hijos, nuestros cónyuges, nuestros amigos, compañeros de trabajo o nuestros propios hermanos y lo más importante a nosotros mismos.