Hace poco en uno de mis viajes de trabajo recibí un mensaje ya sentada en la cuarta fila del avión de retorno a mi casa: “Hola Jean, me enteré que estás aquí y me encantaría tomar un café contigo”. Créanme que si recibía ese mensaje minutos antes, hacía lo imposible por no abordar el avión y encontrarme con esa persona en cualquier lugar. Ha sido un mensaje que durante años lo esperé y al no llegar, pensé que no llegaría nunca. Todo el viaje me quedé apenada, fue un desfase de solo minutos que me arrebató la posibilidad de componer una relación.
Llegué a casa y conté lo sucedido casi con lágrimas en los ojos por el pesar de aquel cruce. Y bueno, dijo mi esposo, las cosas pasan por algo. Me alisté y me fui a otro compromiso donde sucedió algo desagradable para todos los presentes. Con ese percance más, mi lamento considerablemente aumentó, en mi cabeza rondaba la idea, ¿por qué no había recibido ese mensaje unos minutos antes? y así no solo podía conversar con esa persona, sino que también me evitaba un sinsabor. En mi mente persistía la sensación de pérdida de oportunidad incrementada por ese tenso momento, todo eso me generó cierta angustia.
Ante la impotencia, la imposibilidad de retroceder el tiempo y la exigencia de ser coherente conmigo misma y con mi libro que habla del poder de la pausa, decidí reflexionar sobre lo sucedido. Miré en retrospectiva y recién me percaté que de un aeropuerto al otro, en un lapso de solo noventa minutos, habían sucedido tres hechos:
El primero, sentada y esperando mi vuelo empecé a conversar con una jovencita, conversadoras las dos nos damos cuenta que compartíamos una misma pasión: la lectura. Casualmente yo tenía un ejemplar de mi libro en la mochila, lo empieza a leer, siendo ávida en ello, en pocos minutos leyó varios capítulos y me dice “justamente esto es lo que necesitaba leer en este momento de mi vida, muchas gracias”.
El segundo ya fue dentro del avión, se acerca una señora y me pregunta si viajo acompañada o podría cambiarme a la fila 9 para que ella viaje con su hijo al lado. Acepté sin problema, finalmente no llegaría antes por estar más adelante, además el asistente ante mi gentileza me ofreció ser la primera en salir acompañado por él. Y así fue, en lo que caminaba de salida por el corredor del avión, alguien me toca el hombro, yo no reconocí a la persona con barbijo y le digo que lo espero abajo. Nos encontramos y me dice que solo quería expresar que mi libro “Casi todo es otra cosa”, lo leyó dos veces y que le cambió la perspectiva de su vida (era un joven médico de 30 años aproximadamente). Si me quedaba en la fila 4, no nos veíamos.
El tercero, sacando las maletas y esperando que la cinta arranque. Un señor se acerca a mí con las palabras “tú eres esposa del Yuyo, ¿no es cierto?, te reconozco por el cabello”. Yo le digo que sí y le pregunto quién era, responde que no me conocía personalmente pero sí por fotos y que es muy amigo de mi esposo, que acababa de llegar a la ciudad por unas semanas de visita junto a la esposa que “casualmente” había sido amiga mía y a quien no veía más de 35 años. Ellos viven en el extranjero y está de más decir la alegría que sentí al verla.
Cuando hacemos lo que está en nuestras manos porque algo pase y no pasa, tarde o temprano entendemos el porqué; si no obtenemos lo que queremos, nos genera al principio cierta angustia; sin embargo, si paramos y reflexionamos sobre lo sucedido, esa reflexión nos rescata de esa inquietud y nos impregna de tranquilidad y confianza; ahí entendemos que hay cosas que pasan por algo y también hay cosas que por algo no pasan.