Palabras ociosas

Los neurocirujanos dicen que el centro del habla de nuestro cerebro controla a todo el cerebro. Por tanto, lo que nosotros hablamos controla a todo nuestro cuerpo. Como la ciencia lo dice, muchos lo creen. Yo lo creo así, sólo que mucho antes de que la ciencia lo diga: “He aquí nosotros ponemos freno en la boca de los caballos para que nos obedezcan, y dirigimos así todo su cuerpo. Mirad también las naves; aunque tan grandes, y llevadas por impetuosos vientos, son gobernadas con un muy pequeño timón por donde el que las gobierna quiere. Así también la lengua es un miembro pequeño, pero se jacta de grandes cosas. He aquí ¡cuán grande bosque enciende un pequeño fuego!” (Stgo. 3:3-5).

Las palabras que emitimos desarrollan pensamientos y supongo que estarán de acuerdo conmigo en que la capacidad de pensar es la bendición más grande que tenemos, toda cosa que encontramos alrededor nuestro es producto del pensamiento; por tanto, el pensamiento es la mayor fuente de creación que existe. Gran parte de la realidad que vivimos tiene que ver con lo que pensamos, porque estos pensamientos llegan a ser expresados también con palabras. Muchos se esfuerzan en asumir responsabilidad sobre su propia vida, sin pensar en que ello empieza con asumir la responsabilidad sobre su propia boca, bien sabemos que por lo que decimos seremos justificados o condenados.

Me está costando condensar en pocas líneas todo lo que quiero compartir en este escrito, pero por lo menos me daré el gusto de mencionar algunas categorías de palabras que provienen sin lugar a dudas de pensamientos previos, y si se esfuerzan en prestar atención a sus expresiones se darán cuenta de que son más las palabras ociosas que emitimos diariamente que las que conllevan algún beneficio. Las palabras ociosas, además de ser improductivas y holgazanas, son palabras que destruyen a uno mismo o al que está alrededor nuestro, son palabras que nos hacen perder el significado y muchas veces hasta el sentido o dirección de donde andamos.

Ejemplos de ellas son las palabras devaluantes, aquellas que bajan nuestro valor: “me odio”, “no tienes remedio” o “soy un estúpido”. Ni sospechen que su realidad cambiará mientras lo sigan pensando y diciendo.

Palabras magnificadoras, aquellas que agrandan sin necesidad cualquier hecho cotidiano: “súper”, por ejemplo. La repetición constante y aplicada absolutamente a todo hace que se pierda el verdadero significado: “súper rico”, “súper lindo”, “súper malo”… en fin. Cuando algo sea realmente “súper” ya no encontramos la manera de hacerlo sobresalir.

Palabras despreciativas, éstas no sólo bajan el valor, sino que también banalizan el significado… “lo que sientes no me importa”. (Yo no quisiera estar del lado de quien lo escucha).

Palabras generalizadoras, uy… éstas son a las que más temo: “nunca haces nada bien” (¿Nunca, de verdad?), “siempre dices lo mismo” (¿Siempre?), “todos son malos” (¿En serio, todos?), “nadie me quiere” (¿No habrá alguno que tal vez sí?).

Y, por último, las palabras vacilantes, que ha decir verdad son las que nos mantienen paraditos y sin movimiento, son las que están en el campo de la especulación y no generan ningún tipo de convicción o seguridad cuando son emitidas: “digamos que”; “supongo que”, “no sé, pero”, “pienso que”, “creo que”, “no me atrevería a afirmar que…” (Todas ellas crean inseguridad cuando se habla de temas serios).

Mmm, palabras ociosas, improductivas, perezosas, vagas, inútiles, innecesarias, estériles… que sin pensar las tenemos presentes, haciendo de nuestro presente el futuro que no queremos vivir.

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